Tinta Indeleble
Cuento
Como todos los días fatídicos, aquel se había caracterizado por un clima mediocre, ligeramente tétrico, pero para nada notable.
Martha –conocida entre sus amigos como Morthx– se sometió a la milenaria práctica, esta vez ejecutada en una mediocre tienducha cercana a la Plaza Francia.
Nunca se sabrá la verdad, porque la verdad duró sólo unos segundos. Algunos dicen que el tatuador se equivocó y malentendió las indicaciones de su cliente. Otros, que ella misma solicitó la deformación que la anestesia no le dejó sentir sino hasta que ya fue tarde.
Lo cierto es que, durante los breves instantes en que aún fue humana, Morthx se horrorizó ante el espejo, y que ese espanto primordial sirvió de puente para que la bestia interior –la misma que había sido dibujada y evocada por la tinta imborrable y los cortes y taladros del tatuador– emergiera.
Dijeron los pocos testigos –mientras les duró la memoria, ya que ninguno llegó a ver la mañana siguiente sin ser presa de demencia permanente e invasiva– que lo que salió rompiendo las ventanas del stand, remontándose en el aire, en círculos cada vez más elevados, sobre la plazoleta central, por encima de los pisos comerciales, más allá de los postes de alumbrado, para finalmente perderse detrás de las nubes de derrota de Lima era algo terrible e indescriptible, una blasfemia que sólo con su sombra cortaba el espíritu de quien la viera.
El cadáver que tras de sí dejó aquel ser era una masa exangüe que nada tenía que ver con lo humano.