Virus, Cultura y Civilización
La aparición del COVID-19 representa una oportunidad para crecer como país. ¿Podremos aprovecharla?
Son pocas las oportunidades en las cuales el genio de todo un pueblo emerge con claridad total, donde las pesadillas relucen en la superficie y los miedos, las glorias y las voluntades coinciden. Se requiere un trauma que fracture la consciencia colectiva, por decirlo de algún modo.
Los psicólogos sociales nos pasamos la vida suspirando para que ese gran laboratorio de la interacción humana nos depare esa experiencia: captar el momento en que las naciones se galvanizan y reaccionan (o no reaccionan) ante un estímulo colosal; poder presenciar, anotar, analizar e interpretar el modo particular en que una cultura se manifiesta como casi nunca antes o después.
Y este año nos ha regalado justamente eso. Nos ha dado una cura de burro, para usar la frase de García Márquez, para la curiosidad científica. Nos ha sometido, a todos sin excepción, a las mismas condiciones. Es como si Dios hubiera enfocado su lupa inmensa sobre la hormiga de la humanidad.
El virus que no nombraré ha reducido la ilusión de la diversidad individual a su justa dimensión de farsa, la ha borrado y fundido como una baratija en la hoguera de un incendio universal y espontáneo. Es la naturaleza la que se frunce, y detrás de las mascarillas ahora todos tenemos el mismo rostro, el mismo gesto, y más allá de la mirada la misma preocupación.
Una de mis hijas era hace años seguidora de Hetalia; un anime en donde cada personaje es un estereotipo cultural: Italia vive en codependencia de Alemania; Japón es calculador y aborrece los gestos afectivos, China una especie de joven avejentado que ya ha pasado por tod. Pues bien: la coyuntura internacional parece un capítulo de Hetalia en versión trágica: Alemania parece haber contenido la enfermedad a punta de autodisciplina, España no termina de pagar su gusto por la francachela, Italia se ahoga en las consecuencias de su emocionalidad, Inglaterra apenas se entera de sus propios muertos, y Estados Unidos no puede contener sus ganas de volver al centro comercial, aunque rompa récords mundiales de mortandad en el proceso. Ciertamente, no hace falta pensar demasiado para percatarse de que el Reino Unido y los Estados Unidos no necesitaban a Boris y a Donald –esas caricaturas– para ser lo que siempre han sido. A lo más, esos líderes enanos no han hecho otra cosa que interponer una sombra excepcionalmente diminuta al espíritu y genio de sus propias culturas.
Pero, por otro lado, este es también el año en que se evidencia, con contundencia, que en el mundo ya solo existe una sola civilización. Y a esta idea de Yuval Harari (21 Lessons for the 21st Century, 2018) habría que acotarla con una importante precisión: no es que el espíritu de las naciones haya desaparecido, o que la peculiaridad cultural ya no exista. Más bien: hay, en casi todas las sociedades, una cara oficial, una esfera de corrección política que por lo general coincide con el liderazgo político formal. Esa cara oficial es homogénea de país en país, y mantiene ciertas creencias y directrices coherentes que posibilitan el entendimiento internacional.
Una de esas directrices es el valor cardinal de la vida humana; otra, la perspectiva global al momento de analizar los problemas. Y una tercera, lo económico como fundamento de la viabilidad nacional. En otras palabras: casi todos los mandatarios están de acuerdo en ir a extremos para proteger la vida de sus individuos; que una amplia mayoría de problemas tienen una lógica planetaria que no puede entenderse –y menos solucionarse–desde una mentalidad local; y que, salvo circunstancias de peligro existencial, la prosperidad económica debe buscarse a toda costa.
Y sin embargo, esto es solo un pensamiento de civilización, no de cultura.
¿Quiénes componen la civilización? Los dirigentes políticos, los educadores y la intelectualidad.
¿Quienes componen la cultura? Prácticamente todos los demás, incluyendo a políticos, maestros e intelectuales en sus propios ámbitos privados.
Con esto quiero decir una cosa muy concreta: la clase dirigente en casi todos los países están más o menos de acuerdo en los puntos básicos ya mencionados. Es la esfera de lo “civilizado” tomando su posición y expresándose: lo que vemos en los documentos oficiales, las conferencias de prensa y las noticias del streaming. Más importante aún: esas creencias son la guía de las decisiones sistémicas de los gobiernos.
Y sin embargo en todo el planeta, en el día a día, en la calle, allá bajo el sol, islámicos ardientes, evangélicos impertérritos, católicos culposos, ateos de ceja contraída y animistas dionisíacos llevan a la práctica, en todo el mundo, creencias a menudo distantes de lo “civilizado”.
Ahora que ya he establecido estas ideas, es posible para mí decir que el Perú de Vizcarra se está portando de manera mucho más civilizada que la Norteamérica de Trump, o que China es más líder de la civilización mundial que Brasil, más allá del peso relativo de sus economías.
Y también es posible plantear que, a nivel nacional, hay países que logran tener una distancia comparativamente corta entre la civilización y la cultura (¿Taiwán? ¿Singapur? ¿Alemania?), mientras que en otros casos (¿Estados Unidos? ¿Brasil? ¿España?) hay una brecha que por momentos se tira abajo la formalidad y sucumbe a la tentación del populismo.
Ahora bien, ¿en dónde nos ubicamos los peruanos? Sin duda, tenemos, por excepción, una clase –mejor dicho, un líder político, Vizcarra– hijo de circunstancias muy especiales, que no se siente cliente de ningún partido o colectivo orgánico capaz de recortarle la agenda o presionarlo hacia acciones concretas. Naturalmente, ese político no ha surgido de elecciones abiertas, al menos no de manera directa. No sé si por habilidad o por fortuna, mi tocayo ha mantenido al pueblo como interlocutor, y ya se sabe que hablarle a todos es no responder a nadie. Tal vez el mayor riesgo del actual Presidente, en lo poco de tiempo que le resta, hubiera podido ser empezar a caminar por las nubes, à la Belaúnde. Esta crisis sanitaria, sin embargo, se suma a las demás por las que ha pasado para mantenerlo alineado y alerta a una serie de prioridades de Estado. Tenemos en el Palacio de Pizarro a un hombre hecho estadista por las circunstancias.
Y sin embargo, una vez más el pueblo no está a la altura. La cultura peruana no se ha elevado a la estatura debida y corre, por lo tanto, el riesgo de asfixiarse bajo la cotidianidad y lo inmediato. Cada una de las pocas ocasiones en que he salido últimamente a la calle me ha revelado a personas incapaces de ver más allá de distancias nasales. Mucha picardía cultural y poca prudencia civilizada, no solo en Lima, sino en especial en provincias. La infracción a las normas convertida en materia de memes y Tik Toks.
¿Cuál es el riesgo? Más allá de la ventura/desventura de nuestro escenario político actual, esta es una ocasión excepcional que deberíamos aprovechar para hacer palpable la fuerza y las ventajas de lo civilizado, en este país nuestro que tan poco ha visto de ello en su historia. El sufrimiento y los muertos no pueden, no deben acontecer y dejarnos idénticos. Como sociedad, deberíamos dar unos pasos que nos alejen de nuestro ensimismamiento cultural; pensar más en la Nación y el Estado, y menos en el papel higiénico y el pollo.
De otro modo, en las elecciones próximas, y en los años sucesivos, seguiremos padeciendo a políticos que pasan del Palacio al presidio, pobladores encerrados en un círculo neurótico con nuestro propio país, como la proverbial esposa sufrida con marido infiel. Este vínculo, que a muchos puede parecer sutil, entre portarse mejor y elegir mejor, debe ser señalado y reiterado. Solo ciudadanos civilizados tienen en mente criterios de civilización política y los exigen de sus dirigentes.
Ojalá fuera que el virus nos inmunice contra la delincuencia política.