12 Reglas para Vivir, 05

12 de Reglas para Vivir: 05

No permitas que tus Hijos hagan Cosas que Detestes

Peterson denuncia que existe en muchos padres la idea de querer ser amigos de los hijos, en vez de autoridad paterna. Señala que muchas veces los padres disfrazan inoperancia con indulgencia, usando la tolerancia como un manto para la irresponsabilidad.

Y es que la paternidad es un rol que exige una delicada y ardua mezcla de disciplina, criterio moral claro, apertura y amor.

Critica algunos mitos, como el del niño puro que es corrompido por la sociedad; que el talento y la creatividad infantil solo son obstaculizados por la socialización. Peterson es el rey de la racionalización: no importa cuánto profundice, hasta qué punto llegue en sus elucubraciones psicológico filosóficas, siempre termina concluyendo lo mismo que me podría haber dicho mi abuelita.

El Contrato Social

Para este autor, los padres deben promover las actitudes que llevarán al hijo al triunfo social, y castigar y reprimir aquellas que pueden llevarlo al fracaso y la miseria. El problema radica en definir qué es el triunfo y qué es el fracaso. Además está la cuestión de anticipar qué conductas terminarán siendo recompensadas socialmente. Esto último es más difícil de predecir de lo que uno creería, sobre todo en los últimos tiempos, donde las demandas sociales pueden cambiar en lapsos más breves que el de una generación.

Aun si Peterson ha hecho un más que razonable esfuerzo para fundar sus puntos de vista sobre las fases de la evolución darwiniana, una cosa son los mecanismos biológicos y otra las complejidades simbólicas de la socialización. Puede que ambas sean isomórficas, o que las particularidades de la segunda pueden reducirse, ultimadamente, a las de la primera, pero definitivamente hay una desincronía que impide reducir, al menos en un solo paso, toda la socialización a lo biológico.

Es importante determinar que la funcionalidad del contrato social radica en la adecuada tensión entre dos opuestos: el conservadurismo que anquilosa y el progresismo que desintegra. En general, el contenido de este libro tiende a apuntalar la posición conservadora, pero solo tiene sentido si la sociedad está pasando por una fase particularmente “progresista” o excesivamente cuestionadora; ese puede ser el caso de la sociedad norteamericana, pero ciertamente no es el caso de la sociedad peruana.

La sociedad peruana ha sido, siglo tras siglo, uno de los pilares del conservadurismo en toda Sudamérica. A tal extremo, que muchas estructuras culturales del virreinato parecen haberse perpetuado en los primeros tiempos de la República y algunas creencias básicas, como la dominancia social, llegan a infectar la cotidianidad actual: tenemos un partido de supuesta izquierda radical que sigue evidencian no solo un discurso, sino una práctica autoritaria, patriarcal y tradicionalista.

¿Somos una nación?

Mi teoría personal es que el predominio de la dominancia social en el Perú tiene que ver con la generación de un contrato social desprovisto del sentimiento nacional. En ausencia del sentimiento nacional, el colectivo peruano trata de aferrarse a creencias y valores que lo vertebren, y que vinculen su pasado con su presente y su futuro. Desgraciadamente, una de tales creencias culturales es la idea de que algunos grupos tienen predominio natural o intrínseco sobre otros, estableciendo una jerarquía inescapable.

La nación peruana no existe como tal. Es como un matrimonio sin amor, dónde lo único que termina uniendo a los integrantes es el beneficio mutuo, la simbiosis, el interés que en el mejor de los casos desemboca en utilidad recíproca, y en el peor en explotación de una de las partes sobre la otra.

La empresa intelectual de Peterson es analítica, no sintética, en el sentido kantiano del término. Todo su esfuerzo apunta a ratificar y apuntalar la sabiduría convencional, más que a generar nuevo conocimiento. Y esa es quizás la más descorazonadora de las características de este libro en particular y del enfoque conservador en general: partir, apriorísticamente, de la idea de que todo ya está probado, todo ultimadamente sabido, y que como dijera el venerable Jorge de Burgos en la versión fílmica de “El Nombre de la Rosa”, la actividad intelectual se reduce a una “sublime recapitulación, y no búsqueda de conocimiento”.

Sin embargo, hay que rescatar que el conservadurismo es emocionalmente atractivo y cognitivamente accesible. En el fondo, a todos nos gusta sentir que ya todo está decidido, todo sabido y previsto, y que el destino es entendible y moralmente correcto. En contraste, el progresismo a menudo solo ofrece incertidumbre y complejidad que desasosiega: puedes tratar de descubrir nuevas y mejores formas de gobernar y de vivir, pero nadie puede garantizar una solución mejor que la conservadora. Además, el progresismo es intelectualmente desafiante: hay que mantener una visión abierta y amplia que incorpora incluso lo que no queremos ver, lo que nos intranquiliza y angustia, y estar dispuesto al riesgo de acabar peor de lo que empezamos.

Y sin embargo, el predominio conservador, históricamente, ha probado ser tóxico, tiránico y regresivo. Envenena la curiosidad, ahoga el cuestionamiento con su inmovilismo atenazante; justifica y fundamenta el autoritarismo y la intolerancia, porque si hay solo una única verdad y es la mía, entonces no tengo porqué tolerar a los que piensan diferente. Dejado a sus propios ímpetus, condena a millones a una existencia de bestia de carga, que es aproximadamente el mejor modo de describir el estilo de vida del 95% de los seres humanos durante el 95% de la historia conocida.

Si miramos a nivel global, desde la Era Moderna hasta antes del estallido de Internet ha existido un poderoso impulso positivo hacia el progresismo: la capacidad discriminativa alcanzó, probablemente por vez primera en la historia, a la gran mayoría de ciudadanos de los países más avanzados, incluso a muchos ciudadanos de clase media y alta en países periféricos. Esto ha permitido que el progresismo fuera adoptado y sus frutos apreciados de manera masiva probablemente debido a que el progresismo dejó de ser asunto de élites intelectuales y económicas, y pasó a definir la agenda política en muchas de las principales naciones del mundo.

Las olas

¿Por qué lo que parecía un arrollador avance progresista ha sido parado en seco por un conservadurismo recargado?

Hasta el 2015, los demonios del prejuicio, las anteojeras dogmáticas y el autoritarismo político parecían en franca retirada, tendencias retrógradas en vías de extinción, parte de nuestro pasado tribalista.

Pero llegó el Brexit, llegó la Presidencia de Trump, y hoy la democracia liberal parece estar peleando por su vida.

¿Qué ha sucedido?

El progresismo generó tres grandes olas, especialmente poderosas entre 1950 y 2015:

  1. Globalización
  2. Libre acceso a la Información y Empoderamiento de las masas
  3. Punto de vista específico

Globalización

A las dimensiones económica y cultural, más o menos obvias, habría que agregar dos que tal vez sean aún más acuciantes para muchos nativos de los países de primer mundo: el desplazamiento emocional y sexual. No es solo que de pronto hayan llegado trabajadores tercermundistas con culturas invasivas: es que esto provoca una angustia existencial y biológica. La precariedad tribal, sentida por primera vez por los norteamericanos en el nervio en el atentado del 11 de septiembre, inició una reacción en cadena. Por primera vez se echó de ver que la prosperidad grosera de la postguerra hoy no es más que una saturada y confusa cultura embotada de consumismo vacío. Solo los votantes más torpes (la mayoría, en realidad) piensan que esa decadencia de alma puede subsanarse con deportaciones.

Está claro, hoy con la pandemia más que nunca, que los emigrantes no tienen siquiera necesidad de migrar para quitarles el trabajo a los WASPs. Bastan una computadora y una conexión a la Internet.

Sobreinformación y empoderamiento

Acaso una de las delusiones más perniciosas del siglo XXI sea fruto la accesibilidad de la información. Como dijera J. R. Ribeyro, esta es una época de Erasmos enanos, que celular en mano y Google en pantalla se asientan en una falsa autopercepción de suficiencia cognitiva, y en algunos casos de franca y ridícula soberbia. Llevada a sus extremos, la promesa de la democracia ha saturado la mente de millones y movilizó sus cuerpos para tomar el Capitolio y despreciar cualquier criterio de verdad ajeno a su propio y pasajero pálpito. El método científico es hoy el crujir de tripas del barrendero, y la ética se basa en la antipatía del analfabeto funcional.

Estas masas —rebeldes a lo Ortega y Gasset— se volvieron enjambre y contagian su desasosiego globalmente. Patean con la potencia y el raciocinio de una vaca Holstein. Votan por su propia hambre, y eligen la perpetuación de quien los manipula.

Se desdeña la especialización porque ¿quién valora el dominio de un nicho cuando se tiene la vastedad superficial del Asistente de Google y la Wikipedia?. Esta sensación de fuerza vidente (ya no la fuerza ciega de antaño). Este empoderamiento ha generado la confianza suficente para que las grandes masas de votantes se atrevan a decisiones como el Brexit y Trump. En mi evaluación, el misterio de estos resultados no es por qué se escogieron (ya que el resultado es anunciable) sino por qué los votantes se sintieron con la autoconfianza suficiente como para emitir ese tipo de voto. Yo no dudo de que ese tipo de vota haya estado en el fondo del corazón de muchísimos votantes por muchos años —Trump y el Brexit son solo encarnaciones recientes de tendencias que siempre estuvieron allí—; solo desde el 2015 se transformaron en voto efectivo porque las masas ya son lo suficientemente rebeldes.

Especie versus Tribu

Así como somos animales de escasez, creados para sobrellevar el hambre y la carencia como estado permanente, somos criaturas de tribu. Somos constitucionalmente incapaces de guardar lealtades que vayan en contra de la reproducción, y la única unidad entendible y viable a nivel biológico es la tribu, esa especie de familia extendida.

El progresismo logró disolver el tribalismo por varios lustros. Todavía ahora, entre los más cultos, acomodados y beligerantes de juventud, sobrevive en cierta forma el especifismo, ese punto de vista que trata de expresar los intereses de toda la especie humana. Es la visión de las Thunberg y los carpoolers. En ese guión, es la Humanidad versus el Tiempo & el Cosmos pero, sobre todo, el Ser Humano versus nuestra propia miopía localista.

¿Por qué esta óptica, generada por el progresismo educado, no ha logrado sobrevivir ni siquiera en las capas más instruidas de la naciones más cultas de la UE?

La respuesta simple es que a la postura específica (de especie), ecologista y humanitaria, le faltó un ingrediente esencial, a saber , un enemigo.

Todo psicólogo social sabe que las lealtades son solo el nombre clásico de la cohesión intragrupal. Y la cohesión intragrupal es invocada, generada, por un antagonista lo más similar y especular que se pueda hallar: Francia vs Alemania, Alianza vs Universitario, Perú vs Chile, San Marcos vs Católica.

¿Pero quiénes serían los antagonistas de la especie humana? ¿El Tiempo, el Planeta, el Universo y el Tiempo? Demasiado abstracto e impersonal. No hay enemigo más insidioso que el que no tiene rostro.

En cambio la mirada localista tiene la inmensa ventaja de impelernos en el sentido milenario de nuestras hormonas preprogramadas. No estamos hechos para odiar a la Naturaleza; estamos hechos para detestar al vecino, al extranjero, al que viene de otro vecindario.

Martín Vargas Estrada
Martín Vargas Estrada
Asesor Académico

Mis intereses académicos se centran en Psicología Social, Psicología Organizacional, Análisis Cuantitativo y Psicología Positiva.

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